Una ascensión
breve de escalera de caracol estrecha nos lleva a la torre de la Catedral.
Suenan las campanas. Buenas vistas. Un escaso rayo de sol nos permite comprobar
que el reloj de sol de 1810 funciona. Son las nueve, hora solar. Recorremos el
amplio tejado y bajamos al claustro. Llegan hasta él los ecos de un órgano,
acaba la misa. Naranjo verde y fruto verde. Paz y sosiego en lugar destinado a
girar en meditación y oración. Mandarinas también verdes. Los frutos conservan
las gotas que no quieren caer. Se puede caminar por la techumbre del claustro.
Sorprende encontrar baños y máquina de refrescos. El único ruido del lugar. Los
paseantes paseamos los mismos pasos. Entrada a la Catedral. Imponente. Sigue
sonando el órgano. Dicen que ya sonaba allá por 1584, en la recepción a la
primera embajada de Japón en Europa. Destaca el conjunto escultórico de la
anunciación. A un lado del pasillo, el ángel. Al otro Nuestra Señora de la O,
con amplios ropajes y colores. Lienzos y tablas, muchos sin marcos y apenas
restaurados.
Visitamos la
Iglesia de San Juan Evangelista o Loios. Las paredes todas decoradas con
azulejos blancos con representaciones de escenas en azul. Lugar de
enterramiento de duques y familias. Dos escotillas abiertas en el suelo dejan
ver huesos y cráneos de monjes y un foso con agua, antigua cisterna del antiguo
castillo árabe. Allí está enterrado Rui de Sousa, embajador portugués ante los
Reyes Católicos y firmante del tratado de Tordesillas.
Buscamos la Capilla de los huesos, donde allá por el siglo XVI los franciscanos se dedicaron a hacer paredes con huesos, calaveras y tibias. Parecen de talla pequeña a los ojos de los turistas. Muchos hacen fotos y se fotografían. En el frontal se dice: “los huesos que aquí estamos por los vuestros esperamos”. Es decir, llamada a la igualdad ante la única certidumbre de la vida. En la entrada un par de lienzos que representan a San Sebastián y a Cristo muerto, obra de Francisco Nunes Varela, siglo XVII.
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